Fernando González Cortázar (México DF, 1942) vive desde hace 25 años en una casa construida antes de que él naciera. Está ubicada muy cerca del Bosque de Chapultepec de la Ciudad de México y si adentro abundan los libros, afuera las plantas se pelean por el espacio. Tiene dos invernaderos, un jardín y una azotea que contienen, sobre todo, plantas del desierto. Muchas poseen una etiqueta colgada con su nombre y fecha de siembra. Cuenta que cuando vivía en Guadalajara (Jalisco) tenía, además, varios animales. Diversas especies de loros y otras aves. Pero también llegó a tener 54 monos. “Son palabras mayores, lo sé. Originalmente no eran tantos, se fueron reproduciendo. Por fortuna, entre toda la familia, siempre pudimos atenderlos. Es que la naturaleza es el único lugar donde está la misma grandeza y riqueza que encuentro en el arte, en la arquitectura concretamente”, dice este hombre de aspecto quijotesco y voz grave que ha venido a España para presentar su más reciente libro, Las Torres de Ciudad Satélite (Arquine), y para conocer a su nuevo nieto.
Un día antes de esta conversación, el también escultor, paisajista y urbanista estaba en un rincón de hospital enchufado a una botella de suero. “Todavía sigo un poco mal. De todo. De los bronquios y los intestinos. De los ojos. Un catarro que no me deja. Pero aquí estoy”, dice ahora, mientras se acomoda la boina e intenta aplacar su barba alborotada con la mano derecha. El creador de inmuebles como el Museo del Pueblo Maya, el Museo Chiapas de Ciencia y Tecnología, en México, o de la Fuente de las Escaleras de Fuenlabrada, en Madrid, y La Columna Dislocada, en Japón,era un niño de cuatro años cuando llegó a Guadalajara, en el occidente de México, donde empezó a aficionarse a las rancheras. Gastaba la paga de los domingos en discos de 78 revoluciones que ponía una y otra vez en casa para aprenderse canciones como México, lindo y querido o Ay, Jalisco, no te rajes. “La música popular mexicana es una de las grandes pasiones de mi vida, es un eterno motivo de felicidad y, por lo tanto, de gratitud. Pero, además de las rancheras, pronto me interesé por los boleros. Esa música romántica es el verdadero género musical latinoamericano”, apostilla con media sonrisa.
El arquitecto que el escritor Carlos Monsiváis definió como un “utopista, artista público y creador responsable” se retuerce en una silla, frente a un ventanal desde donde se ve el Congreso de los Diputados, en la Carrera de San Jerónimo de Madrid, y carraspea antes de hacer un balance de la arquitectura mexicana reciente: “nuestro movimiento de integración plástica, como fue llamado, provocó obras maestras como la Ciudad Universitaria del Distrito Federal. Pero eso se ha ido diluyendo. Sin embargo, sigue habiendo vocación por lo monumental o, incluso, lo grandilocuente. Hay una especie de monumentalismo ficticio forzado en gran parte de la arquitectura mexicana que se hace en este momento. Lo mexicano es más rotundo, más vociferante, más desacomedido que otras arquitecturas latinoamericanas En gran medida seguimos siendo herederos del gran muralismo, de esa vehemencia.”
De entre todos los arquitectos mexicanos, González Cortázardestaca la obra de Luis Barragán(“uno de mis padres intelectuales”) y lo compara con los libros de Juan Rulfo. “Dos hombres nacidos en Jalisco, ¿eh?”, se jacta y continúa: “Encuentro en ellos esa misma densidad del vacío. Monsiváis [Carlos Monsiváis, escritor y periodista mexicano] decía que Rulfo convirtió los arcaísmos en una novedad absoluta. Con Barragán sucede lo mismo. Esa es la condición atemporal de su trabajo. Cuando uno lee a Rulfo cree leer a un campesino, sabiendo que nunca un campesino ha hablado así. Lo mismo pasa con la arquitectura de Luis Barragán: uno cree estar viendo una arquitectura popular a sabiendas de que jamás ha existido algo parecido en la arquitectura popular”.
Pero si hay algo que lamenta el creador que al construir recintos públicos considera que sus clientes son los ciudadanos y no el gobierno (“hay que trabajar pensando en el espacio público que mejore las relaciones sociales”), es que la arquitectura no suela aparecer en las políticas culturales. “Por ignorancia, por estupidez, por deficiencia cultural de los poderosos. Si hay un arte que defina el perfil de una sociedad y de un momento histórico es la arquitectura. En ella se resume todo el clima espiritual de un momento y es lo que perdura más allá de la vida humana. ¡Nadie puede decir que no es importante!”
Cuando el año pasado recibió la Medalla de Bellas Artes del Gobierno de México, como un homenaje a su trayectoria, dijo en su discurso de aceptación que era “un arquitecto con mucha obra soñada y poca realizada.” “Porque no he podido hacer un montón de proyectos”, explica ahora. “Dentro de la infinidad que se me han quedado en el papel o en la maqueta, hay algunos de muy audaces. Pero si ahora tuviera la oportunidad de hacerlos, ya no los haría. Porque prefiero seguir soñando. Porque el día que se me acaben los sueños se me acaba la vida. Lo que hace válida a una obra de arte es la congruencia entre el autor y sus circunstancias. El sacar del archivo algo que pensé, cuando yo era otro, para hacerlo ahora, no dejaría de tener un factor de falsedad. Si apareciera un mecenas, le diría: mejor dame la oportunidad de crear algo que tenga que ver con el que soy ahora. Como una ciudad entera, por ejemplo. Una ciudad donde se concilie lo urbano con la naturaleza.”
Para recargar energías, el hombre que un día llegó a tener 54 monos viaja a África. “Ahí están juntos el prodigio y el horror. El prodigio es la naturaleza, el horror la sociedad. Pero ahí he encontrado la dignidad del mundo. Sobre todo en el sur de Etiopía, donde toda la gente merecería un monumento del tamaño de la estatua de la libertad.” Al volver a su casa, pasa por el sitio donde nació y recuerda el origen de su destino. “A mí no me parieron en un hospital. Nací en una casa construida por Luis Barragán. No era una maravilla de casa, porque es de la época en que Barragán estaba aprendiendo. Pero me gustaba. Y era un honor que fuera suya. La casa donde vivo ahora está a dos calles de distancia de esa. Fíjate qué poco he andado: ¡todos los años que tengo no me han servido más que para caminar dos calles!”
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